Cuando hablamos del Descubrimiento de América, un momento histórico y un hecho geográfico, el oro y la plata de América fueron decisivos en la consolidación de la sociedad mercantil. Más de veinte mil toneladas de plata y una cantidad indeterminada de toneladas de oro, un caudal gigantesco, que corrió por las venas de Europa, y que harto contribuyó a la formación del capitalismo moderno. Todavía es conmovedor ver esas estatuas de oro de la catedral de Sevilla, en las que ingresó al culto del Dios cristiano el oro fundido de los dioses solares de América, pero fue a manos de los banqueros alemanes, de los piratas ingleses y de los mercaderes de Flandes y de España. También el contacto con las culturas americanas, a pesar de la barbarie con que fueron destruidas, fue la base de las meditaciones de Bartolomé de las Casas y de Francisco de Victoria, que dieron origen al Derecho humanitario, inspiró las reflexiones de Montaigne, uno de los pilares de la modernidad, estimuló la elaboración de la Utopía de Tomás Moro, hizo renacer los viejos mitos europeos: la leyenda de la Ciudad de Oro, la leyenda del País de las Amazonas, la isla de la Fuente de la Eterna Juventud, los Escollos de las Sirenas y el sueño del País de la Canela; ese mundo alimentó finalmente en Rousseau la leyenda del Buen Salvaje y el culto de la naturaleza que inspiraría los sueños y los paisajes del Romanticismo, y que sería uno de los principales estímulos para la aparición de la Etnología y la Antropología, disciplinas que han cambiado la sensibilidad de las sociedades contemporáneas.
Donde terminaba la tarea de la España imperial, el instante en que las dos caras del planeta, hasta entonces totalmente separadas, se miraron por primera vez. Resulta asombroso pensar que hasta hace apenas cinco siglos el océano Atlántico, que es hoy la ruta de muchas de nuestras migraciones, era una extensión marina que prácticamente nunca había sido visitada por los seres humanos. Algún dragón perdido de esos incansables viajeros, los vikingos, había tocado las costas de Terranova, pero la aventura descubridora de los nórdicos no dejó huellas en la historia. El descubrimiento español marcó más tarde el comienzo del más grande imperio conocido hasta entonces, e hizo decir a Carlos V que en sus dominios no se ocultaba el sol, pues cuando se ponía sobre las sierras doradas de California ya estaba alboreando sobre las islas filipinas y cuando se ocultaba en Manila estaba asomando sobre los últimos pinares de Alemania. Tal vez nunca en la historia se produjeron tan masivos desplazamientos de seres humanos, como a América, ni siquiera cuando las hordas de indoeuropeos avanzaron ocupando Europa, ni cuando el Imperio Romano se apoderó del mundo conocido, ni cuando los moros ocuparon los confines al norte del mediterráneo, ni cuando las huestes de Gengis Kahn arrasaron el Asia. Los españoles ocuparon el Caribe, avanzaron sobre los reinos de los aztecas en 1521, de los Incas en 1532 y de los Chibchas en 1538, después los portugueses ocuparon la extensamente la región brasilera, y sólo un siglo después del descubrimiento, cuando ya el Caribe, los antiguos territorios de los imperios nativos, y regiones de Tierra firme estaban ocupados por los conquistadores, así dentro del proceso de colonización del territorio americano. En los Estados Unidos y el Canadá las poblaciones nativas fueron prácticamente exterminadas, y por ello la colonización consistió en un traslado de vastas poblaciones a un mundo rico que nunca había sido explotado; en la América azteca, caribeña, inca, maya equinoccial y meridional, grandes regiones conservaron su mayoritaria población indígena, todas recibieron el abundante aporte de los pueblos ibéricos, y otras vivieron la gradual incorporación del mundo africano, sólo de África fueron fueron traídos al continente americano en condición de esclavos, unos quince millones de personas. Esto marcó la principal diferencia entre los mundos del norte y del sur del continente americano: se diría que el norte se convirtió en una prolongación sin sombras de la cultura europea, ensombrecida por la esclavitud, aunque renovada por la sensación bíblica de estar poblando la tierra prometida, y por la conciencia adánica de estar comenzando un mundo. La América Latina, mientras tributaba por tres siglos sus riquezas a Europa, vivió algo muy distinto, la fusión en distintos grados de las culturas de los tres continentes, que formaron el primer gran mosaico cultural. Países mayoritariamente blancos de origen europeo, como Argentina, Uruguay y hasta cierto punto Chile. Países mayoritariamente indígenas, como México, Guatemala, Honduras, Ecuador, Perú y Bolivia. Países mayoritariamente mulatos, como Panamá, Brasil, Cuba, República Dominicana, Haití, o Jamaica. Y países mestizos, como Colombia o Nicaragua, que no son ni mayoritariamente blancos, ni indígenas, ni africanos, sino que presentan una gran cantidad de mezclas raciales y culturales. Los españoles ocuparon el Caribe, avanzaron sobre los reinos de los aztecas en 1521, de los Incas en 1532 y de los Chibchas en 1538, después los portugueses ocuparon la extensamente región brasilera, y sólo un siglo después del descubrimiento, cuando ya el Caribe, los antiguos territorios de los imperios nativos, y estas regiones nuestras de Tierra Firme estaban ocupados por los conquistadores, empezó el proceso de colonización del territorio norteamericano. En los Estados Unidos y el Canadá las poblaciones nativas fueron prácticamente exterminadas, y por ello la colonización consistió en un traslado de vastas poblaciones a un mundo rico que nunca había sido explotado; en la América azteca, caribeña, inca, equinoccial y meridional, grandes regiones conservaron su mayoritaria población indígena, todas recibieron el abundante aporte de los pueblos ibéricos, y otras vivieron la gradual incorporación del mundo africano, pues muy posiblemente sólo de África fueron traídos a nuestro continente en condición de esclavos, unos quince millones de personas. La lengua latina en España había producido algunas de las expresiones literarias más altas de su tiempo, las obras poéticas y filosóficas de Lucano y de Séneca. Nada sorprendente para una región que también había regenerado políticamente al Imperio al dar nacimiento a los grandes emperadores Trajano y Adriano, que fueron luz de su época. Pero después de la caída del Imperio, el primer gran aporte ajeno fue la algarabía. La palabra algarabía significa hoy para nosotros un bullicio incomprensible, pero originalmente era simplemente el nombre de la lengua árabe. Cuando el Islam trajo sus arquitecturas refinadas, sus salas con surtidores, sus filósofos y sus dromedarios a las sequedades de Granada y de Córdoba, y durante siete siglos proyectó su refinamiento sobre la cultura cristiana, fue dejando también en el idioma vecino las sonoridades de su lengua. Esta influencia llenó de una musicalidad nueva la poesía española, así como enriqueció unas posibilidades filosóficas que después fueron largamente frustradas por el dogmatismo cristiano y por los garfios de sus tribunales de la Inquisición. Europa era bárbara cuando el Islam era una civilización refinada, cuyos fisiólogos establecieron algunos fundamentos de la medicina moderna, cuyos matemáticos eran los más destacados de la época, cuyos filósofos Averroes y Avicena recuperaron la obra de Aristóteles, olvidada por Occidente, cuyos cuentistas trajeron tonos fantásticos a una imaginación excesivamente restringida por la iglesia y por el espíritu aldeano. Tal vez haya sido un vestigio de la poesía árabe, que venera la musicalidad en el lenguaje como una virtud en sí misma, no tributaria necesariamente de un sentido, al modo como los arabescos son música pictórica y no representación de imágenes ni de ideas, lo que permitió el surgimiento de aventuras poéticas como la de Góngora, tejedor de cristales y caprichoso arquitecto verbal.Pero por los tiempos mismos del Descubrimiento, los poetas Juan Boscán y Garcilaso de la Vega aceptaron el reto de un embajador veneciano para traer al español la musicalidad de la lengua italiana. Los ritmos y las formas de la poesía que habían refinado Petrarca con sus sonetos, el rumor de los trovadores con sus canciones, y Dante con los tercetos de su viaje por los pozos fétidos del infierno, por los peñascos musicales del Purgatorio y por las terrazas del Paraíso, sostenidas por columnas de justos y por alas de ángeles. Allí comenzó el siglo de oro español, que cantó al amor a la vez sensual y místico en la voz de San Juan de la Cruz, que tejió con músicas delicadas pensamientos imborrables en la voz de Fray Luis de León, que razonó hondamente y moralizó en los endecasílabos armoniosos de Quevedo, que supo ser flexible y apasionado en los versos de Lope de Vega, que construyó los períodos admirables en sonoridad y en laboriosidad de Luis de Góngora, y que finalmente recogió su fuerza expresiva y su capacidad de testificar a la vez la muerte de una época y el nacimiento de otra, al fundar en la obra de Cervantes el género literario más típico de la edad moderna: la novela.
Ya con el aporte del árabe y del italiano, la lengua había sido capaz de eternizar en el lenguaje el surgimiento mismo de la modernidad. Pero tanto el castellano como el portugués se vieron enfrentados enseguida al más grande desafío que lengua alguna hubiera vivido en toda la historia: el desafío de nombrar un mundo totalmente desconocido. Todo un continente, con sus selvas y sus ríos, con sus climas y sus cordilleras, con sus pueblos y sus culturas, con sus dioses y sus siglos, con sus cantos, sus guerras y sus mitologías emergió de pronto ante los ojos desconcertados de Europa, y aunque muchos en las cortes del viejo mundo, y aún entre los filósofos, los letrados y los poetas de entonces, no advirtieron la magnitud de los problemas y de los desafíos que ese descubrimiento planteaba para el conjunto de la civilización, la época hizo que muchos hombres, enfrentados por azar a unas tareas que normalmente no les correspondían, captaran y testimoniaran la irrupción de América en la sensibilidad de Occidente, su incorporación al universo conocido, y los muchos temas que abría para la sensibilidad, para la imaginación y para el pensamiento. Allí vio el mundo una edad en que humildes soldados se convertían en grandes creadores del lenguaje, en que los mercaderes se cambiaban en narradores, en que los aventureros hambrientos encontraban la poesía de la sangre y del oro.Pero lo que ocurría era la formación de una nueva era mundial debida al descubrimiento de América, a la confirmación de la redondez del planeta, y a la relativizan de muchas viejas verdades gracias a las preguntas que este descubrimiento traía consigo. Grandes sabios a lo largo de la historia habían sugerido e incluso demostrado la redondez del planeta, pero una cosa es pensarlo y otra cosa es revivirlo. Sólo a comienzos del siglo XVI comenzó la humanidad a vivir de verdad en una esfera, y todavía sería lenta la conquista de la conciencia de esa esfera, pues podemos afirmar que la humanidad siempre fue capaz de vivir, no en la plenitud de una cosmovisión, sino en retazo de cosmovisiones distintas, toscamente ensambladas hasta producir una ilusión de coherencia. Sólo a finales del siglo XX pudimos ver a la iglesia católica aceptando las verdades de Galileo, y el hecho tuvo ribetes sorprendentes porque la iglesia, sin duda sincera en su contrición, decidió graciosamente perdonar a Galileo, cinco siglos después, cuando lo único sensato habría sido pedirle perdón. Así que el hecho de que las verdades se demuestren no garantiza que la humanidad realmente las incorpore a su realidad cotidiana, y se diría que el mundo vive espontáneamente en una niebla mezclada de certezas y de fantasías, a las que a menudo sólo les dan coherencia los mitos.
en los tiempos del llamado boom literario latinoamericano, cuyo nombre mismo es expresión de que no se trató de un fenómeno local, ya empezaba a ser notable la presencia de nuestras culturas en las sociedades del planeta, y desde entonces cada vez es más perceptible su influencia. Pero desde los años treinta del siglo pasado, cuando el tango empezó a bailarse en Paris; desde los cuarenta, cuando el mundo de objetos infinitos y bibliotecas mágicas de Jorge Luis Borges comenzó a ser frecuentado por los franceses, cuando las orquestas de boleros y sones caribeños llevaron su ritmo por todas partes, cuando se empezó a hacer ver el cine mexicano y cuando Pablo Neruda escribió su Residencia en la tierra y su Canto General; desde los cincuenta, cuando se hicieron sentir a la vez los mambos de Pérez Prado, los cuentos y las novelas de Juan Rulfo y los comienzos románticos de la revolución cubana; y desde los años sesenta, cuando Julio Cortázar, Jorge Amado, Mario Vargas Llosa, Joao Guimaraes Rosa, Carlos Fuentes, José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Ernesto Sábato, Ernesto Cardenal, Miguel Ángel Asturias y el propio Gabriel García Márquez se convirtieron en nuestros mayores escritores del siglo, y algunos de ellos en verdadera leyendas vivientes, la progresión no ha dejado de crecer. Un fenómeno que se daba paralelamente se nos hizo cada vez más visible: que también las artes plásticas de Latinoamérica se habían ido abriendo camino en el mundo occidental, desde los tiempos de los grandes muralistas mexicanos y de los artistas uruguayos Pedro Figari y Torres García, pasando por Frida Kahlo, Remedios Varo, Edgar Negret, Eduardo Ramírez Villamizar, Armando Reverón, Soto, Cuevas, Guayasamín, de Szyslo, Bravo, Obregón, Caballero o Morales, entre tantos otros, y alcanzando la fama legendaria con nombres como Orozco, Diego Rivera, Wilfredo Lam o Fernando Botero. Ya en los años cincuenta los libros de Pedro Henríquez Ureña, el gran polígrafo dominicano, mostraban el fresco colosal de una cultura literaria y estética continental por completo drogodependiente, que abarcaba por supuesto también al Brasil, y mencionaban además la excelencia de compositores como Carlos Chávez de México, autor de notables piezas sinfónicas, como el argentino Alberto Ginastera, autor de una célebre ópera inspirada en la novela Bomarzo de Manuel Mujica Laínez, o como el maestro brasilero Héitor Villalobos, cuyos insólitos ensambles de instrumentos y cuyos cuartetos de cuerdas han marcado época en la música contemporánea.Ello se debe por igual a que cada vez hay más emigrantes latinoamericanos, y también a que el proceso de intercomunicación planetaria favorece, necesariamente, a quienes tengan más cosas por mostrar y por decir, y la diversidad cultural latinoamericana es una de las más notables, aunque todavía no de las más conocidas, del mundo. Esos inmigrantes llegaron por oleadas a Europa y a los Estados Unidos: los cubanos del exilio, los mexicanos en busca de trabajo, los chilenos arrojados por Pinochet, los argentinos y uruguayos perseguidos por sus dictaduras, los colombianos expulsados por la violencia en esta frontera de siglos, los brasileros, portorriqueños, dominicanos, peruanos, que buscan un futuro mejor en los países ricos, y que creyendo llevar solamente sus necesidades y sus ilusiones llevan también consigo sus lenguas, sus tradiciones, sus costumbres, y una nostalgia singular con espíritu de bolero y de son y de tango, una nostalgia curiosa que no parecen sentir los ingleses, los franceses ni los italianos en su relación con su mundo de origen. Pero qué gentes son éstas que a pesar de su enorme diversidad son percibidas por el mundo como un solo pueblo, y han merecido, por una de esas curiosas volteretas en que se complace la historia, heredar el nombre de una de las más ilustres tradiciones culturales del planeta, hasta ser llamados, genéricamente, los latinos? Interrogar su génesis es asomarnos al más decisivo de los hechos históricos de la modernidad, es mirar en el corazón de Occidente y ver una edad de hierro y sangre que lenta e inexorablemente, al ritmo de sus agonías y de sus esperanzas, se va cambiando en elocuencia y en música.